Vosotros los que Creéis

 

 

 

“Tomó, pues, Moisés su vara, que se guardaba en presencia del Señor, según él se lo mandó” 

“Y habiendo alzado Moisés la mano, y herido dos veces con la vara aquella peña, salieron aguas copiosísimas; por manera que pudo beber el pueblo y los ganados” - Números XX, 9, 11”

 

Todos los que tenemos la herencia de ibn Batuta, el incansable viajero de “Las Mil y Una Noches” creemos que una de las tres mejores maneras de disfrutar la vida, espaciando el tiempo y prolongando los momentos de placer terrenal, es viajando.

Así las cosas y después de llegar al aeropuerto internacional de Estambul, Mustafá Kemal Ataturk, el perfecto, el padre de la patria turca se halla uno en el Oriente Medio, en la encrucijada del mundo, una ciudad situada en Asía y Europa, en la que fue en el 400 la ciudad más grande del mundo con un millón de habitantes y que en la actualidad tiene más de veinticuatro millones de personas, sin contar gatos, que los hay por todas partes.

Finalmente llegamos al Acra, un hotel construido sobre la muralla de Constantino I, el Grande, que data del 330 fecha de la refundación de la ciudad sobre la antigua Bizancio, un sitio donde el recibimiento es con té de manzana en una habitación con balcón sobre el mar de Mármara, que a las siete de la tarde parece de porcelana.

Desde Acra, La Muralla, cuatro cuadras hacia el oeste sobre una vía empedrada, se encuentra la Mezquita Azul, con sus cuatro minaretes, donde todos debemos descalzarnos y pisar una alfombra húmeda del sudor de todos los creyentes, es un lugar sagrado y por lo mismo impoluto a pesar de los occidentales recelos; y de ahí por la puerta del sur, se sale a un parque lleno de flores, donde estaba el Hipódromo construido por Septimio Severo en el 203 y del cual solamente quedan los dos obeliscos que servían de hitos, uno de ellos del Faraón Tutmosis II, traídos ambos de Egipto por Constantino, sin mirarse en gastos y para embellecer la ciudad de Romania, Basíleia Romain, que debía ser la más bella del imperio romano de oriente.

De ahí como en un alinderamiento profano, caminando dos cuadras en línea recta se halla la Basílica de la Cisterna, Yerebatan Sarayi, que de verdad es una cisterna de la que se abastecían los habitantes de Constantinopla, cuya custodia y vigilancia está a cargo de dos medusas de piedra talladas en la base de las columnas principales, una en forma vertical y la otra boca abajo, que sostienen los pilares del fondo del templo y de donde se sale por donde se entró, a encontrarse a Hagia Sophia - Santa Sofía, la catedral fundada por el Emperador Constantino El Grande, refundada por los emperadores Teodosio el Grande y Justiniano, destruida por los cruzados, refundada por los sultanes, convertida en mezquita por quinientos años y finalmente hoy museo desde 1933 por orden del Fundador de la Patria Turca.

Ya es medio día, pues se oye el tercer llamado del Muecín a la oración, que, desde uno de los minaretes de la Mezquita Azul, entona la Alabanza de Allah, el Clemente, el Misericordioso, el omnisciente, pero hay alguien que sabe el centésimo nombre de Dios.

Entonces a almorzar en uno de las decenas de restaurantes de la zona, con un opíparo festín de exóticos platos orientales, que se cancela en Liras Turcas, no en Euros - más barrato harmano keridu-; y la siesta se hace de camino por el bazar viendo la infinidad de artículos finos y chucherías de todos los tipos y todos los precios, hasta encontrar un derviche que danza a una velocidad hipnótica frente a una audiencia de paganos, que a todos los veo muy occidentales y sin rastro de sufismo alguno.

Y después nos vamos al Palacio de Topkapi, el Topkapi Sarayi, el Palacio de la Puerta de los Cañones, y la fila para ver los setecientos mil metros cuadrados del lugar y sus cuatro patios es interminable, más a los treinta y cinco grados que este verano nos depara y lentamente en un maremágnum de lenguas que nada tiene que envidiarle a La Torre de Babel, donde los únicos que hablamos castellano somos los tres del paseo, entramos de salón en salón, hasta llegar al “Pabellón del Santo Manto y las Reliquias Sagradas” donde se escucha la salmodia de un Imán que recita el Corán, durante todo el día y en el mismo sitio, desde hace quinientos años.

Bajo las advertencias de sitio sagrado, no fotos, silencio, se halla, detrás de un vidrio del espesor de un ladrillo, la vara, con que Moisés hirió la roca dos veces, desconfianza con su Señor que le valió el castigo de no entrar en la Tierra Prometida, informándonos eso sí, que el bastón tiene hoy en agosto del 2017, tres mil ochocientos diecisiete años.

De ahí para adelante todo es el recuerdo de esa vara aparentemente sencilla, que será para siempre, porque el Señor vigila que esté en su presencia.

 

JORGE RODRIGO CASTILLA RENTERIA

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